lunes, 15 de octubre de 2012 | By: Camilo Ramírez "Milo".

Sonrisa (Primera Parte)






Caminando por un estrecho sendero en uno de esos pueblos viejos que tanto caracterizan las regiones rurales de cualquier parte del mundo, me topé con el cementerio. Eran cerca de las 4 de la tarde, el aire se sentía pesado por el calor, como si no se quisiera dejar respirar, como si en cada bocanada de este se introdujera un poco de fatiga para el corazón. El camino se veía trémulo a causa del intenso calor, y en el cementerio grandes árboles de eucalipto, cipreses, pinos y uno que otro arbusto ofrecían sus hermosas ramas como un resguardo pasajero al sol asesino, al menos hasta la hora en donde éste se despide de esta franja del mundo para ir a hacer lo propio a la otra mitad.


Entré entonces en aquel tétrico lugar, por más de que el sol era radiante y el día totalmente claro, la pesadez del aire, en comparación la de afuera era totalmente evidente; caminar por entre los pasillos de los descuidados mausoleos de familias enteras que se erigían hacia lo alto, por entre las lápidas mentirosas (en las que queda consignado que todos los seres humanos eran buenos hombres y buenas mujeres, imagino que en la tumba de Hittler también dirá algo semejante), por entre los osarios de personas enteras que quedaron reducidas a un pequeño montón de cenizas llenas de recuerdos, hacía de este lugar algo no muy placentero de visitar. En fin, solo había entrado buscando el resguardo de uno de aquellos gigantes verdes.


Pasaba a lo largo de los pasillos enteros que formaban pequeñas callejuelas entre las horrendas edificaciones que componían este lugar, en todas se veía el paso del tiempo y las huellas de las inclemencias del clima, rayas negras que dejaba el agua a su paso por entre las paredes blancas o el mármol hacían ver todo más oscuro de lo que en realidad era, la maleza estaba alta y en algunos trozos de camino apenas si se podía distinguir entre un tenue sendero trazado por las personas que ya no venían a  visitar sus recuerdos ajenos y el resto de las tumbas. Era la época del año en donde los árboles hacían su limpieza personal, dejando caer muchas hojas de color café, que hacían un verdadero placer caminar por entre cualquier sendero ya que se partían debajo de los pies haciendo más sonoro el caminar, y los rezagos de alguna llovizna reciente habían mojado con pequeñas gotas de agua pura las punticas de la verde y hermosa maleza que era ahora la dueña y señora de aquel triste lugar.


Encontré, por fin, un árbol cuyas ramas se desplegaban a lo ancho de su tallo tan bien, que ofrecían un resguardo casi perfecto para quien deseara ocultarse de los rayos del sol y, coincidentemente, aquel fulano que buscaba resguardo era yo. Me senté a disfrutar de la sombra de aquel gigante, era tan expresivo que cada vez que soplaba cualquier ráfaga de viento se reía y agitaba sus hermosas ramas hacia todas las direcciones, haciendo con sus verdes hojas un sonido demasiado tranquilizador. Estaba a punto de quedarme dormido cuando me percaté de la presencia de algo que no había visto antes, tal vez por el cansancio.  Al pié del árbol había una especie de bolsa negra y en su interior había algo realmente curioso, ya que parecía un balón, me acerqué y en la sombra de las ramas del  viejo árbol desaté el pequeño nudo que amarraba aquel paquete misterioso, y al abrirlo… ¡sorpresa! Era una calavera, pero no era cualquiera,  en sus cuencas se veían tales signos de maldad y sabiduría que inspiraba demasiado temor y respeto al tiempo, su color amarillento denotaba la cantidad de tiempo que llevaba siendo una simple calavera, y su peso, fuera de lo normal, dejaba ver que aún tenía demasiadas ideas dentro de sus cavidades.


Al momento de agarrarla, me habló diciendo:


-Tómame con una mano, mírame a los ojos y te diré mil respuestas, te contaré mil historias, te narraré mil y una vidas completas, te hablaré de tesoros escondidos, grandes riquezas esperan por ti si me sostienes en tu mano”, así que procedí a sostenerla con mi mano derecha mientras con la izquierda solo atinaba a apretar un pequeño montón de pasto que había cogido en el momento en el que apareció mi acompañante misteriosa.


-La ironía de la vida -dijo- es que nunca terminas de vivirla, la libertad debería ser la única guía para vivir una vida bien vivida, darle rienda suelta a la imaginación, sentirse vivos de verdad con cada una de las cosas que se hacen… ¡eso es como beber una deliciosa copa del mejor vino! se disfruta de inicio a fin, sin desperdiciar ningún sorbo, por más pequeño que sea.


En un inicio solo se dedicó a relatarme algunas ideas de una manera muy efusiva, debo decir que me producía mucho placer oírlas, luego siguió con otra que decía algo como:



-Los animales son más civilizados que todos los seres humanos juntos, la naturaleza los hizo seres realmente sabios, matan cuando necesitan comer, beben cuando necesitan beber, corren libres por las praderas, por los bosques, por los desiertos… Nada los limita, viven en comunidades sin necesidad de preocuparse por la cantidad de miembros en sus manadas, sin necesidad de comportarse como salvajes por ideas contrarias, ¡razón tenía la hermosa frase que reza: “En algún momento de la evolución, los animales decidieron no hablar para no confundirse con la horrible bestia humana”, ¡tristemente el hombre es el único de los animales que hace valer su vida pisoteando las de los de más!, si bien la ley del más fuerte se da en todas las formas de vida posibles, el hombre es el único que la ridiculiza haciéndola ver como un acto de canibalismo innecesario.


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